Casi invierno

Ha sido un día genial. Lo hemos pasado muy bien. El sol arañaba el horizonte de la ciudad con sus últimos rayos mientras caminábamos cogidos de la mano hacia mi portal. Por la calle se extendía una alfombra ocre de hojas caídas que amortiguaba el ruído de nuestros pasos, haciendo que nos perdiéramos calle arriba sigilosos, tan sigilosos, que la avenida parecía estar completamente vacía.

El aire que exhalábamos se volvía vapor delante de las narices enrojecidas por el frío. Notaba el desagradable tacto de la lana de la bufanda que me cubría la boca, tibia y húmeda por mi aliento. Esa sensación solo significaba una cosa: se acercaba el invierno.

Nos despedimos delante de mi puerta, y me diste uno de estos besos que curan, que son más de cariño que de amor, que se dan en la frente y no en los labios porque son besos que tienen demasiada ternura para resultar lujuriosos y son besos que podría dar una madre a su hijo cuando lo arropa antes de dormir o un amante a otro en la estación de metro porque siempre significan adiós.

Cuando nos despedimos, me quité las botas llenas de barro en la entrada, y subí escaleras arriba con ellas en mano para no manchar nada y no despertar a nadie. Se había hecho tarde mientras volvíamos y yo no quería un encuentro inoportuno con nadie. Quería que tú fueses la última persona que viese antes de irme a dormir.

Subía las escaleras a paso rápido pero costosamente, desprendiéndome a cada peldaño de tu olor y de ese vaho mágico que nos rodeaba cuando paseábamos a escondidas del mundo por la ciudad dormida.

Estaba muy cansada. Al entrar en mi apartamento cerré la puerta apoyándome en ella, y me quedé allí, hierática, sugetándome gracias a la vigorosa madera que se cernía tras mis espaldas. Me di cuenta de que toda tu esencia se había quedado atrás, desparramada por las escaleras. No había nada de ti a ese lado de la puerta. Y la estancia semejaba invadida por la nada y el frío. Me fui desmoronando como un muñeco articulado en mil piezas, doblegándome, como un sabueso, agachándome hasta sentarme ahí, en el preciso umbral, presionando los dedos por aquella rendija de la que no podría haber emanado calor, pero a mí me lo parecía, queriendo colar las uñas, las llemas, la frente en la que me habías besado minutos antes, en busca de tu rastro. No podía, pero quería. Quería dormir contigo. Mi casa era más casa cuando estabas tú. Mi hogar eras tú, y en tu defecto, la puerta, las escaleras, lo poquito que quedaba de ti. Por eso me dormí allí, abrazada a mis rodillas, cubierta con mi bufanda húmeda, con los zapatos en la mano y los pies fríos, muy fríos después de un día genial, acuclillada en la puerta porque era el único sitio de casa que aún era casa, porque podía oler el perfume que habías dejado en mi portal mientras acariciaba suavemente una hoja seca y quebradiza que se había quedado pegada en la suela de mis botas.

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